¡Dejaros llevar!
Al cerrar los ojos,
mientras iba haciéndome a la idea de lo que me esperaba, sabía
que mi cuerpo poco a poco tenía que irse desplomando. Relajándose
hasta conseguir un momento cómodo.
La voz de Natividad parecía
ser portadora de un relajante muscular, pues después de nombrar
una parte tras otra del cuerpo, ellas obedecían sin rechistar.
Inspirar y espirar por la nariz, cada
vez más profundo, era en lo único que pensaba. La boca
se me empezó a secar y necesitaba tragar saliva, pero no podía.
El embrujo de la respiración me tenía seducido, como
Afrodita a los dioses del Olimpo. Parecía que con el paso del
tiempo mi boca dejaba de tener sed para no sentir nada.
De repente, mis manos empezaron a
curvarse sobre sí mismas, los dedos intentando tocar las palmas.
Empecé a notar que el cosquilleo normal que había notado
alguna que otra vez cuando respiraba en casa se hacía cada
vez más y más intenso, empezando por mis manos y subiendo
por mis brazos. A este sutil baile se unieron mis pies, mis tobillos,
mis gemelos, hasta llegar a las rodillas. De repente, algo más
extraño aún saltó de repente de mis hombros a
mi cara y sentí el cosquilleo desde la barbilla hasta la sien.
En todo momento era consciente de
mi respiración, de los susurros musicales de Natividad y de
la música, pero a cada instante todos los sonidos se hacían
más lejanos. Celso, Alicia y Cristina eran parte de mis primeras
sensaciones.
En un momento, lo que parecía
un clima de control entre el sonido producido por mis compañeras,
la voz de Natividad, la música, mi propia respiración
paró. Sentí como cuando te lanzas al agua en el mar
de espaldas. Esa manera tan peculiar de cuando caemos que inspiramos
hondo y cuando nos sumergimos tenemos esa seguridad que vamos a salir
a la superficie. Me encontraba como en un espacio aparte, era como
ver que todo estaba lejos. Yo estaba lejos. No sentía nada
ni notaba mis manos, mis brazos ni mis piernas moviéndose,
pero sabía que lo hacían. Las imágenes en las
que intuía lo que hacían mis compañeros dieron
paso a la nada. Se volvió todo oscuro. La oscuridad dio paso
a una extraña sensación.Natividad
comentaba algo de “orgasmos”.
Ahora, escribiendo esto, cierro los
ojos y recuerdo esa sensación. No podía parar de respirar,
al contrario, quería respirar más y más rápido
porque eso hacía que la sensación aumentara. El
gozo de la respiración. No veía nada en mi
mente y no sentía nada que no fuera esa sensación.
De repente, escuché a lo lejos
una voz que decía que adecuáramos la respiración
a la música. Yo no quería. Quería seguir sintiendo
lo que, en definitiva, podríamos catalogar como “una
nueva sensación de placer”. No un placer como
nos brinda el sexo o una buen helado en un día de calor, sino
algo único.
Súbitamente, la voz de Natividad,
a pesar de sentirla tan lejana ahora, volvió a marcar el ritmo
de mi respiración, y “el placer” se convirtió
en calma.
De improvisto, todo se volvió
claro y luminoso. Ahí estaba yo. Caminaba pero sin dirección.
De pronto, sentí felicidad,
mucha felicidad, una felicidad tan pura. Tenía
tal sensación de seguridad, de que todo estaba bien y que todo
iría bien en adelante, que mi sonrisa casi se llena de lágrimas
de gozo. Hacía tanto que no sentía algo así.
En el paseo por este mundo luminoso
me encontré con Cristina. Estaba llorando. Le tendí
mi mano, la acerqué a mi costado y le pasé la mano por
la espalda, y con un abrazo cálido le susurré que no
llorara, que todo iría bien. Ella me miró y sonrió.
Se fue alejando de mí con una sonrisa en la cara y lágrimas
en los ojos (al volver en mí, me di cuenta de que tenía
la mano estirada hacia ella; quiero mucho a mis amigos y puede que
eso fuera lo que hizo que viera a Cristina en mi viaje).
Volví a escuchar a Natividad
diciendo que fuéramos incorporándonos poco a poco. Yo
no quería salir de donde estaba, pero su voz volvió
a marcar el ritmo. Emergí, pero no quería abrir los
ojos. En mi boca, dibujada la mayor de las sonrisas. Al
abrir poco a poco mis ojos sentía una felicidad inmensa. Mi
cuerpo no podía levantarse. Tenía quemados los nudillos,
codos y los reversos de las manos, al parecer de la fricción
contra el suelo. Parecía que había estado corriendo,
pues me encontré sudando.
Sin duda, nunca había sentido
nada parecido y hacía tiempo que no sentía una felicidad
tan grande concentrada en un instante tan corto.
Todavía no se me ha
borrado la sonrisa de la cara, y eso que han pasado ya cuatro
horas.
Fue una experiencia que volveré
a repetir, aunque no sé cuándo (espero que pronto).
Gracias, Natividad, por brindarme
un nuevo camino para llegar a mi interior. A los chicos, gracias por
compartir algo tan íntimo y tan bonito conmigo.