VIAJE DE IDA Y VUELTA
Por Jonathan David – Mayo de 2010


¡Dejaros llevar!

Al cerrar los ojos, mientras iba haciéndome a la idea de lo que me esperaba, sabía que mi cuerpo poco a poco tenía que irse desplomando. Relajándose hasta conseguir un momento cómodo.

La voz de Natividad parecía ser portadora de un relajante muscular, pues después de nombrar una parte tras otra del cuerpo, ellas obedecían sin rechistar.

Inspirar y espirar por la nariz, cada vez más profundo, era en lo único que pensaba. La boca se me empezó a secar y necesitaba tragar saliva, pero no podía. El embrujo de la respiración me tenía seducido, como Afrodita a los dioses del Olimpo. Parecía que con el paso del tiempo mi boca dejaba de tener sed para no sentir nada.

De repente, mis manos empezaron a curvarse sobre sí mismas, los dedos intentando tocar las palmas. Empecé a notar que el cosquilleo normal que había notado alguna que otra vez cuando respiraba en casa se hacía cada vez más y más intenso, empezando por mis manos y subiendo por mis brazos. A este sutil baile se unieron mis pies, mis tobillos, mis gemelos, hasta llegar a las rodillas. De repente, algo más extraño aún saltó de repente de mis hombros a mi cara y sentí el cosquilleo desde la barbilla hasta la sien.

En todo momento era consciente de mi respiración, de los susurros musicales de Natividad y de la música, pero a cada instante todos los sonidos se hacían más lejanos. Celso, Alicia y Cristina eran parte de mis primeras sensaciones.

En un momento, lo que parecía un clima de control entre el sonido producido por mis compañeras, la voz de Natividad, la música, mi propia respiración paró. Sentí como cuando te lanzas al agua en el mar de espaldas. Esa manera tan peculiar de cuando caemos que inspiramos hondo y cuando nos sumergimos tenemos esa seguridad que vamos a salir a la superficie. Me encontraba como en un espacio aparte, era como ver que todo estaba lejos. Yo estaba lejos. No sentía nada ni notaba mis manos, mis brazos ni mis piernas moviéndose, pero sabía que lo hacían. Las imágenes en las que intuía lo que hacían mis compañeros dieron paso a la nada. Se volvió todo oscuro. La oscuridad dio paso a una extraña sensación.Natividad comentaba algo de “orgasmos”.

Ahora, escribiendo esto, cierro los ojos y recuerdo esa sensación. No podía parar de respirar, al contrario, quería respirar más y más rápido porque eso hacía que la sensación aumentara. El gozo de la respiración. No veía nada en mi mente y no sentía nada que no fuera esa sensación.

De repente, escuché a lo lejos una voz que decía que adecuáramos la respiración a la música. Yo no quería. Quería seguir sintiendo lo que, en definitiva, podríamos catalogar como “una nueva sensación de placer”. No un placer como nos brinda el sexo o una buen helado en un día de calor, sino algo único.

Súbitamente, la voz de Natividad, a pesar de sentirla tan lejana ahora, volvió a marcar el ritmo de mi respiración, y “el placer” se convirtió en calma.

De improvisto, todo se volvió claro y luminoso. Ahí estaba yo. Caminaba pero sin dirección.

De pronto, sentí felicidad, mucha felicidad, una felicidad tan pura. Tenía tal sensación de seguridad, de que todo estaba bien y que todo iría bien en adelante, que mi sonrisa casi se llena de lágrimas de gozo. Hacía tanto que no sentía algo así.

En el paseo por este mundo luminoso me encontré con Cristina. Estaba llorando. Le tendí mi mano, la acerqué a mi costado y le pasé la mano por la espalda, y con un abrazo cálido le susurré que no llorara, que todo iría bien. Ella me miró y sonrió. Se fue alejando de mí con una sonrisa en la cara y lágrimas en los ojos (al volver en mí, me di cuenta de que tenía la mano estirada hacia ella; quiero mucho a mis amigos y puede que eso fuera lo que hizo que viera a Cristina en mi viaje).

Volví a escuchar a Natividad diciendo que fuéramos incorporándonos poco a poco. Yo no quería salir de donde estaba, pero su voz volvió a marcar el ritmo. Emergí, pero no quería abrir los ojos. En mi boca, dibujada la mayor de las sonrisas. Al abrir poco a poco mis ojos sentía una felicidad inmensa. Mi cuerpo no podía levantarse. Tenía quemados los nudillos, codos y los reversos de las manos, al parecer de la fricción contra el suelo. Parecía que había estado corriendo, pues me encontré sudando.

Sin duda, nunca había sentido nada parecido y hacía tiempo que no sentía una felicidad tan grande concentrada en un instante tan corto.

Todavía no se me ha borrado la sonrisa de la cara, y eso que han pasado ya cuatro horas.

Fue una experiencia que volveré a repetir, aunque no sé cuándo (espero que pronto).

Gracias, Natividad, por brindarme un nuevo camino para llegar a mi interior. A los chicos, gracias por compartir algo tan íntimo y tan bonito conmigo.